Cuando en el campo florecen los candelabros (Pedro Esteban García)
“Año de alzabarones, trigo a montones” dice el refranero murciano. El labriego, miró siempre al cielo esperando el regalo húmedo y gratificante de las gotas de la lluvia, tesoro de perlas desprendido del collar núbeo del cielo. Confió en la segura generosidad de la cosecha ante la abundancia de nuevos tallos de las alzabaras, señal inequívoca de un fructífero año bendecido por los cielos.
El alzabarón,
candelabro florido del secano algareño, jalona márgenes, caminos y ramblizos.
Adorna el paisaje con la única inflorescencia de la planta que le da vida, la alzabara (agave americana), que, como última manifestación de su existencia,
lanza al aire su enhiesto bohordo o escapo, vegetal escalera para subir a las
nubes, esfuerzo y meta final de sus carnosas hojas que, tras el deber cumplido,
comienzan a momificarse.
Antaño, el humilde encontró en este largo tallo de hasta 10 metros de altura, sostén para paredes y techumbres de sus habitaciones, y para vallas y cercados de animales y bancales. De las fibras de sus hojas fabricó un hilo fuerte (hilo de pita, que por algo se le llama también pitera a la alzabara), pero su verdadero nombre es el de agave y procede de Méjico, de donde la trajeron los conquistadores españoles allá por el siglo XVI. Allí hacen un fuerte licor, al que llaman pulque o también tequila, con el zumo resultante de la maceración de sus hojas.
El caminante, cuando esta actividad era
todavía algo usual o necesaria en el ir y venir diario de las gentes, podía
recrearse en su monótono andar admirando, al borde del camino, los largos
tallos con coronas de flores escalonadas en su ápice.
El poeta murciano Martínez Tornél dejó
reflejada esta impresión en sus versos:
“.....
el
viajero que anhelante busca
la
paz de la aldea
en
ese lugar que anuncian
las
alzabaras
esbeltas.”
Tal vez deberíamos huir alguna vez de
carreteras y autopistas, y sustituir los estresantes y metálicos carteles y
señales de tráfico, por la imagen altiva, natural y serena de los alzabarones, aquí y allá, junto a
márgenes y sendas de nuestros campos olvidados.
Pedro Esteban García
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