RECUERDOS ESCOLARES, de Pedro Esteban García
Cuando ya se tiene cierta edad, son muchos
los recuerdos y vivencias que en un momento dado nos vuelven a la mente por una
u otra circunstancia. Es lo que me pasa estos días que he estado referenciando
y publicando antiguas fotografías escolares en mi página de Facebook “Algar
Plaza del Hondo”, por lo que aprovecho y os cuento algunos de esos recuerdos de
infancia.
Al final de
cada capítulo tenía explicaciones sobre gramática y ejercicios para realizar en
clase después de la lectura. Todos los alumnos teníamos nuestro “Quijote”. El
mío hace años que se perdió, pero la nostalgia me hizo no hace mucho tiempo
hacerme con otro ejemplar de la época en un portal de coleccionismo.
A golpe
pausado de palmeta dado por el maestro sobre la mesa, situada bajo la foto de
aquel personaje con uniforme caqui y fajín rojo con borlas que conocíamos como
“El Generalísimo”, presente entonces en todos los espacios de edificios
oficiales, íbamos leyendo unos párrafos. A cada golpe se sentaba el que leía y
se levantaba el siguiente, por orden de situación en la clase, continuando con
los siguientes párrafos.
El día que
llegábamos al final del libro, lo que ocurría cada poco tiempo, “…el cual,
entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu:
quiero decir que se murió”, automáticamente volvíamos a comenzar por la
primera página, “En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero
acordarme…”.
Así un día
tras otro durante todo el curso. Mientras tanto, don Felipe García, nuestro
maestro, parecía absorto en la lectura del periódico del día, como si pasara de
nosotros, pero al menor atranque o equivocación por nuestra parte, levantaba
los ojos por encima de las gafas fijando su mirada inquisitoria sobre el lector
de turno, suficiente para intentar enmendar lo erróneamente leído y no sufrir
sobre nuestras infantiles carnes aquel improperio de “¡pero pedazo de cacho de
trozo…!”, que no te hacía daño físico, pero ¡asustaba que te cagas!
Alguna que
otra vez, dentro de la rutina diaria, surgía algún episodio que se salía de lo
ordinario, como cuando uno de los alumnos, llamado Salvador, durante los
minutos que don Felipe salió de la clase para hacer una consulta con don Tomás,
el maestro de al lado, trepó a lo alto de la columna de hierro que, en mitad
del aula, sostenía el piso superior.
La vuelta
de don Felipe sorprendió todavía arriba a Salvador, por lo que le dijo que
bajara mientras, al mismo tiempo, echaba mano de aquella palmeta de madera
oscura que siempre tenía a mano sobre la mesa y se situaba junto a la columna,
ni qué decir tiene que Salvador aguantó en lo alto hasta que ya no pudo
aguantar más.
Estábamos en
otra ocasión, allá por 1965, haciendo problemas de cálculo y don Felipe nos
puso un problema de aritmética. Consistía el asunto en calcular cuántos años
faltaban para que llegase el año 2000.
Para
aquellos niños que éramos, de apenas 10 años, la cifra resultante de la
operación de resta nos parecía algo fabuloso, ¡35 años!, más de tres veces lo
que ya teníamos de vida. Más de ciencia ficción aún nos parecía esa cifra tan
redonda del año 2000, que, dada la lentitud del paso del tiempo a tan temprana
edad, nos parecía algo imposible que no llegaría jamás.
¡Y vaya si
llegamos! Ahora, cuando ya hemos sobrepasado holgadamente el 2025, nos parece
que los 60 años transcurridos desde entonces, sobre todo los últimos, han
pasado en un suspiro, pero el tiempo tiene acelerador y no freno ni marcha
atrás.
A estas
alturas lo de felicitar la Navidad y el Año Nuevo se ha convertido en mera
rutina, cosa que hacemos con gusto, aunque pensemos que la última vez que lo
hicimos fuera ayer mismo.
Pedro Esteban García
Marzo de 2025
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